sábado, 22 de junio de 2019

Cinco veintiocho.

Por: Jose Ricardo Lopez Gomez
Temática libre

Terminó por despertarme su voz insistente, impaciente, me decía una y otra vez
–cinco veintiocho–. –Sí má, le entendí– le dije. Me sentí desconcertado;
claramente se trataba de un mensaje cifrado que me obligaba a interpretar de
inmediato, aunque me ganó el regocijo de su comunicación telefónica, daría todo
por esto, por escucharla, verla, tocarla.
Me quedé en su recuerdo resonante, sólo días después comencé por desmenuzar
la situación. ¿Por qué por teléfono, tan insistente y alterada, qué urgencia oculta
tenía el mensaje?; ¿sería una fecha?, ¿me está advirtiendo algo?... debo
cuidarme, ¿de qué? o ¿de quién?; ¿un número para apostar?, lo mantuve en
secreto, obvio. ¿O será algo que pasó el año pasado? Y si comparto el número
con mis hermanos… ¿será para eso que me lo dijo?, pero cómo regalar la suerte,
luego no gano nada por bobo, o no gano por egoísta; quizás lo deba compartir,
pero no apostar yo para no dañar la suerte. No lo diré a nadie, –decidí–. Baloto,
loterías, apuestas, astro sol, astro luna, por todo lado intenté; para apuestas de
cuatro cifras le antepuse el cero porque dijo 5 que es igual a 05; o el 1 porque Dios
es uno, ella es uno y yo soy uno, ¿no?; o el 8 porque horizontal es el infinito,
donde está ahora.
Era marzo y faltaba una eternidad para la fecha, si era una fecha, me carcomía la
ansiedad. Y de pronto… creo que mi sobrino cumple años ese día, tendría que ser
discreto para averiguarlo; mi hermana mayor me lo confirmó, no podía decir nada,
no quería alarmarla ni revelar el mensaje de mi mamá. Y no ganaba. Y llegó el 28
de mayo y no pasó nada. Revisé mi agenda del año pasado por esos días finales
de mayo ¿qué pasó, qué pista pudiera encontrar? Fue lunes, salí de la oficina a
las 5:00 pm y fui directo a casa, llegué justo para ayudarla a llegar hasta el baño;
casi no podía sostenerse en pie, ni en su dignidad de mujer; temblorosa,
desmadejada y bañada en sudor regresamos a su cama. –Me miró suplicante–,
rendida por la enfermedad y la inclemencia de los años, me pidió que le ayudara a
rogarle a Dios que se la llevara, que su vida ya no tenía sentido, –impávido, sin
aliento, sin dudar dije sí– como el mayor acto de desprendimiento y amor que

sería capaz. Quizás a eso se refería en mi sueño, nueve meses después de su
muerte… o quizás no.

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