Por:Michael Sebastian Franco Molina
Temática libre
Aunque casi ahogado, el náufrago aún podía nadar; había caído nuevamente de su
embarcación, pero esta vez tanta experiencia en tropiezos no fue de ayuda, pues
definitivamente había perdido su nave y a su amada. Tras días en el océano de
sucesos encontró una isla que era imposible no destacar: tenía una playa hermosa,
palmeras y colinas que nadie más había presenciado antes, pero pensaba que
podía ser una alucinación tras tanto tiempo bajo el sol.
El recuerdo de su amada no había abandonado su mente para el momento en que
la isla se había convertido en su nuevo hogar: la casa de paz. Con ese mismo
pensar se daba cuenta que la isla y su esposa perdida tenían más en común de lo
que alguien podría suponer, pues ambas traían serenidad y tranquilidad a su vida,
ambas le causaban un brillo en los ojos, y ambas le protegían, incluso cuando el
náufrago solía hacerles daño. La isla, al igual a como solía ser su esposa, siempre
estaba ahí para él y con él. Eventualmente recordaba la promesa que había hecho a
su esposa, casualmente el mismo día de su unión; irían a la playa para su
aniversario, pero lamentablemente, ella ya no estaba entre sus brazos.
Pasaban los días y así pasaron meses, hasta medio año. El náufrago alucinaba con
quien fue su amada, seguramente no fue el mejor hombre si la hirió tantas veces, al
igual que con aquella isla que representaba su salvación a la cual le arruinaba el
paisaje trazado por la arena, las hojas y el agua salada que arremetía en la playa.
Muchas veces pudo salir de allí, cualquiera de los barcos que pasaban podía llevarlo
consigo hasta tierra firme, y empezaría su vida nuevamente. Tal vez nunca lo hizo
por estar alucinando o por esperar a que su amada apareciera en aquella isla,
buscándolo. Y aunque había más islas en el archipiélago, nunca pudo alejar su
mirada de aquella que había sido su salvación y a su vez su perdición; en donde
había resultado su naufragio.
sábado, 22 de junio de 2019
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