Por:Juan Felipe Zuluaga
Malagón
Temática libre
Se
veía lejos de mí. En una montaña, surcada por arroyos y un estrecho camino
empedrado, estaba mi casa. Yo caminaba con mi sombrero y mis chatarreras como
un combatiente vencido. Había ganado mi bando, pero yo perdía. A mi pierna
izquierda ya no le correspondía una derecha. Tenía el rostro curtido y
atravesado de arrugas precoces. Las enfermedades tropicales propias de la
manigua ardiente también me acompañaban. Me sentía sucio de gloria, de gloria
ajena. Cuando salí de este lugar quería “salir adelante”. Ahora volvía como un
“héroe”, pero esto no era más que un engaño para mí. Una mesada no repondría la
socavación de mi espíritu. El aire de la mañana estaba fresco. Los cafetales
estaban descuidados o sencillamente desaparecidos. En cambio, el plátano
proliferaba en extensiones kilométricas sobre el tendido irregular de la
montaña. La guerra también pasó por aquí, pero de otra forma. Las fincas lucían
abandonadas y unas pocas reformadas; parecían pequeñas fábricas de ciudad. Los
animales, no obstante, seguían ahí, pues reconocí el ruido inequívoco de todo
un mundo campestre que dormitaba y moría y vivía en un mismo momento. Rechacé el
ofrecimiento de transportarme hasta donde pudiera el jeep del destacamento; me valía de una muleta. Por fin vi la casa,
desvencijada pero menos derruida de lo que debería al ser casi centenaria;
abierta, como siempre. Al entrar, sentí la presencia de los recuerdos. Los
olores y las formas luminosas, y las sombras de los objetos y la memoria, iban
asimilándose en mi mente caprichosamente. El café de los marcos de las puertas
y el olor del tinto recién hecho me golpearon al atravesar el umbral. Mi madre
estaba en la cocina. También mi hermano, quien llevaba el uniforme del bando
vencido. Había sido mi enemigo durante años de esta desgraciada guerra y ahora
volvía al mismo lugar en el que nacimos y nos criamos. Me miró con cansancio,
tal vez como un reflejo del semblante que traía conmigo. El abrazo de mi madre
me reconfortó. Me acerqué a mi hermano y
le dije, tras un silencio medido por la importancia que merecía cada palabra en
ese momento que, por fortuna, la guerra no había sido tan desastrosa como para
habernos liquidado a los dos; nos había destruido a ambos en algún sentido. Lo
abracé y dejé caer las lágrimas que no había podido destilar en estos diez años
de formación en el odio y la muerte.
"Todos los viajes, todos mis viajes, son viajes de regreso.
ResponderBorrarYo torno ahora, retorno ahora del azur y hacia el azur.
Violada luz diaprea sus rútilos zafiros.
Voz de sangre sus zafiros denigra.
Mas no otro azur desea mi vagabundo sueño:
sólo ese azur cebrado de violas, ese azur ocelado de abenuz...!" León de Greiff.