jueves, 23 de mayo de 2019

Verborrea


Por: Juan Sebastian Espinosa Uribe

Temática libre

Ya llevaba un buen tiempo sin que se le ocurriera una buena idea. Hacía tres semanas que Edgar había cogido el bolígrafo por última vez únicamente para escribir algunas mediocres páginas que terminaron en la papelera.

Tras un breve periodo de fama, el pobre Edgar buscaba retomar aquella luminaria que lo aventajó de la simple humanidad por un instante pero que ahora, extinguida, no hacía más que infundirle el miedo al fracaso. De su pluma no salían más que simples garabatos sin cohesión ni alma y sus manos, ya pesadas por la falta de ejercicio literario riguroso, comenzaban a sentirse como abollonadas bolsas de pudin.

Recordaba Edgar sus mejores días cuando sus manos fuertes traspasaban al papel historias con asombrosa convicción que tenían mensajes tan precisos que se sentían como un disparo de un francotirador en la psique del lector.  Con su pulso firme y hermosa caligrafía jugaba a ser Dios al crear paisajes míticos poblados por personajes detalladamente reales dotados con almas complejas. Pero ahora sus manos fofas no reproducían más que deformes bastardos y a medida que las paginas se llenaban con pútridas letras, sus brazos se hinchaban lentamente. 

Aferrado a su arte, escribió y escribió hasta que su pulgar y su índice no pudieron sostener más el bolígrafo. La hinchazón había convertido sus dedos en regordetas salchichas y su antebrazo parecía más un grueso jamón. Su espíritu se quebró al notar que su don se había perdido y al verse a sí mismo convertido en un adefesio, derramo sus lágrimas sobre la tinta y el papel.

Alguna vez vio en aquellas páginas una promesa de grandeza, pero ahora la tinta corrida por sus lágrimas creaba formas burlescas y maliciosas. Aquellas letras demoniacas merecían su odio, merecían su ira y su deseo de venganza por haberlo convertido en un Ícaro.

Pero ya no permitiría burlas, él no sería el bufón de las musas, el arte podía irse a la mierda. Con un esfuerzo hercúleo logró coger el bolígrafo entre las palmas de sus manos y con las fuerzas que le quedaban apuñaló con furia aquellas páginas infernales.

Sus brazos explotaron con la fuerza del Armagedón, emitiendo una onda expansiva que abarcó kilómetros. Ante tal sobresalto, los preocupados vecinos de Edgar irrumpieron en la casa y lo encontraron en su estudio, desangrándose por los muñones que le quedaban por brazos, rodeado del más apestoso pus de verborrea, de larvas de poesía y cucarachas de cuento.

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