Por: Juan Sebastian Espinosa Uribe
Temática libre
Ya llevaba un buen tiempo sin que se le ocurriera una
buena idea. Hacía tres semanas que Edgar había cogido el bolígrafo por última
vez únicamente para escribir algunas mediocres páginas que terminaron en la
papelera.
Tras un breve periodo de fama, el pobre Edgar buscaba
retomar aquella luminaria que lo aventajó de la simple humanidad por un
instante pero que ahora, extinguida, no hacía más que infundirle el miedo al
fracaso. De su pluma no salían más que simples garabatos sin cohesión ni alma y
sus manos, ya pesadas por la falta de ejercicio literario riguroso, comenzaban
a sentirse como abollonadas bolsas de pudin.
Recordaba Edgar sus mejores días cuando sus manos fuertes
traspasaban al papel historias con asombrosa convicción que tenían mensajes tan
precisos que se sentían como un disparo de un francotirador en la psique del
lector. Con su pulso firme y hermosa caligrafía
jugaba a ser Dios al crear paisajes míticos poblados por personajes
detalladamente reales dotados con almas complejas. Pero ahora sus manos fofas
no reproducían más que deformes bastardos y a medida que las paginas se
llenaban con pútridas letras, sus brazos se hinchaban lentamente.
Aferrado a su arte, escribió y escribió hasta que su
pulgar y su índice no pudieron sostener más el bolígrafo. La hinchazón había
convertido sus dedos en regordetas salchichas y su antebrazo parecía más un grueso
jamón. Su espíritu se quebró al notar que su don se había perdido y al verse a sí
mismo convertido en un adefesio, derramo sus lágrimas sobre la tinta y el
papel.
Alguna vez vio en aquellas páginas una promesa de grandeza,
pero ahora la tinta corrida por sus lágrimas creaba formas burlescas y maliciosas.
Aquellas letras demoniacas merecían su odio, merecían su ira y su deseo de
venganza por haberlo convertido en un Ícaro.
Pero ya no permitiría burlas, él no sería el bufón de las
musas, el arte podía irse a la mierda. Con un esfuerzo hercúleo logró coger el
bolígrafo entre las palmas de sus manos y con las fuerzas que le quedaban
apuñaló con furia aquellas páginas infernales.
Sus brazos explotaron con la fuerza del Armagedón,
emitiendo una onda expansiva que abarcó kilómetros. Ante tal sobresalto, los
preocupados vecinos de Edgar irrumpieron en la casa y lo encontraron en su
estudio, desangrándose por los muñones que le quedaban por brazos, rodeado del
más apestoso pus de verborrea, de larvas de poesía y cucarachas de cuento.
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