viernes, 21 de junio de 2019

MEMORIAS DEL DESIERTO.

Por:Leandro Orozco Betancur
Temática libre


No había agua en su cantimplora, solo arena y alacranes, perdido en sus pensamientos
mientras el sol calcinaba su piel y le escurría los ojos; entretanto un par de gallinazos lo
seguían en el cielo, desvarío recordando los alegres y apacibles años en los que vivió
en aquella finca al final de aquel camino pedregoso. Por alguna razón, recordó la última
finca en la que vivió su juventud; el lugar donde cualquier par de amantes hubiesen
deseado pasar sus horas eternas al son del viento agolpado en las hojas de plátano y
de café, pasar sus momentos felices, infelices y fugaces en la hamaca del abuelo o en
la silla mecedora de la abuela. Divertirse, como él llegó a hacerlo, en el floral que la
abuela había plantado, donde las flores y plantas eran tan diversas que podrían haber
pasado por ser el mayor jardín botánico de la época en los países del caribe.
Recordaría las clases de tiple que le daría Margeliano Sosa después de las largas
jornadas de coger café, aun con las manos llenas de tierra impregnada hasta en las
uñas. Esas canciones que solo las había de recordar e interpretar él, de autores
fallecidos y desheredados de la memoria de las personas; canciones que flagelaban en
la intriga, la desolación y el amor, capaces de causar estampidas de lágrimas en los
corazones menos preparados para vivir. Su madre, Roviria Colorado, mujer destinada a
causar los agravios más importantes en el corazón de su hijo, el flagelo de la muerte y
su ameno letargo, el dulce hedor inspirador en las futuras proezas de su hijo; la mujer
más sabia, cuyas evocaciones de la vida parecían de un profeta consternado en
salvaguardar la familia, pero que finalmente habrían de cumplirse al compás de la
marcha que lideraban los hados. Habría de recordar el fantasma de su padre, que
habría de perseguirlo durante sus largas estancias en el Magdalena mientras iba
camino al desierto de la Guajira, apareciendo entre las hojas de plátano, los gajos de
plátano levantados por hombres pobres cuyo propósito en la vida era sobrevivir con la
miseria que pagaban las empresas bananeras, entre las miradas furtivas, melancólicas
y vacías, como si el alma se les hubiese escurrido en el sudor de las largas jornadas...
Y se despertó. No recordaba nada, pero la arena del tiempo lo había cubierto, en aquel
desierto... Aún había un largo tramo hasta su añorado lugar de sepulcro.

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