martes, 4 de junio de 2019

Petricor para dos


Por: Mateo Rincón
Temática libre

Las yemas de los dedos me arden. Revisándolas con cierto grado de fastidio, noto la formación de lo que eventualmente serán cayos sobre las marcas rojas que dejaron las cuerdas. Soplando suavemente para pensar que el ardor va a disminuir, cargo a Ámbar entre mis hombros. Es hora de ir a casa.

Ligeros golpes húmedos en el pavimento me llaman la atención antes de que se acabe el techo del bar donde estábamos tocando. El sonido arrullador viene acompañado por una brisa fresca que me sienta bien después de estar frente al calor que sólo puede ser producido por demasiadas personas en muy poco espacio. Abro el paraguas al salir por completo del local, momento en el cual el sonido de las gotas se apaga para este pequeño espacio del mundo que ocupo.

A medida que voy caminando por las calles bañadas con agua y luz blanca, trato de respirar lo más profundamente posible, aprovechando este aire cargado de serenidad para poder olvidarme de todo lo que me ocupa y pesa. En ese sentido, Ámbar es la que más me ayuda. Cada vez que toco, ella canta, y su canto hace que las montañas de preocupaciones, dudas, inseguridades e incertidumbres que peligren con caerse sean esparcidas como hojas en una ventisca.

Mis pasos ya tienen ese sonido que hace un par de zapatos mojados al estar en uso y el paraguas está silencioso. Caigo en la cuenta de esto cuando llego, como siempre parezco hacerlo sin pensar, a una plaza apartada de las vías donde no hay postes de luz, pero nunca una que esté oscura. La ciudad, viva a estas horas de la noche, y la luna que se asoma tímidamente al otro lado del cielo me dan toda la luz que pueda necesitar.

Cierro el paraguas y bajo a Ámbar de mis hombros, teniendo cuidado al sacarla de su estuche. Me siento en un banco desde donde se ve la otra orilla de la ciudad con ella en mi muslo derecho. El ardor de mis dedos es poca cosa comparada con la compañía de Ámbar, y, como si el mundo se hubiera detenido a escuchar en el momento que ese rayo de luna que nos envolvió, empezamos a tocar y cantar, la noche siendo nuestro coro y la plaza nuestro escenario.  

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