Por: Mateo Rincón
Temática libre
Las yemas de los dedos me arden. Revisándolas
con cierto grado de fastidio, noto la formación de lo que eventualmente serán
cayos sobre las marcas rojas que dejaron las cuerdas. Soplando suavemente para pensar que el ardor va a disminuir,
cargo a Ámbar entre mis hombros. Es hora de ir a casa.
Ligeros golpes húmedos en el pavimento me
llaman la atención antes de que se acabe el techo del bar donde estábamos
tocando. El sonido arrullador viene acompañado por una brisa fresca que me
sienta bien después de estar frente al calor que sólo puede ser producido por
demasiadas personas en muy poco espacio. Abro el paraguas al salir por completo
del local, momento en el cual el sonido de las gotas se apaga para este pequeño
espacio del mundo que ocupo.
A medida que voy caminando por las calles
bañadas con agua y luz blanca, trato de respirar lo más profundamente posible,
aprovechando este aire cargado de serenidad para poder olvidarme de todo lo que
me ocupa y pesa. En ese sentido, Ámbar es la que más me ayuda. Cada vez que toco,
ella canta, y su canto hace que las montañas de preocupaciones, dudas,
inseguridades e incertidumbres que peligren con caerse sean esparcidas como
hojas en una ventisca.
Mis pasos ya tienen ese sonido que hace un par
de zapatos mojados al estar en uso y el paraguas está silencioso. Caigo en la
cuenta de esto cuando llego, como siempre parezco hacerlo sin pensar, a una
plaza apartada de las vías donde no hay postes de luz, pero nunca una que esté
oscura. La ciudad, viva a estas horas de la noche, y la luna que se asoma
tímidamente al otro lado del cielo me dan toda la luz que pueda necesitar.
Cierro el paraguas y bajo a Ámbar de mis
hombros, teniendo cuidado al sacarla de su estuche. Me siento en un banco desde
donde se ve la otra orilla de la ciudad con ella en mi muslo derecho. El ardor
de mis dedos es poca cosa comparada con la compañía de Ámbar, y, como si el
mundo se hubiera detenido a escuchar en el momento que ese rayo de luna que nos
envolvió, empezamos a tocar y cantar, la noche siendo nuestro coro y la plaza
nuestro escenario.
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