sábado, 22 de junio de 2019

Serendipia

Por: Felipe Miranda
Temática libre

Miras a través de la ventana y ves a un hombre. Con brillo en sus ojos, sale en
la mañana un día como cualquier otro. Ríes de su inocencia, que destapa la
juventud, el desconocer de la vida. No es como tú, que, con ojos opacos, una
barba mal afeitada, pelo desorganizado y bermudas viejas, te quedas ante un
televisor, donde las noticias te presentan lo único novedoso en tu vida. “Hombre
americano asesina a cuatro personas, incluyéndose, con un revolver Ruger tras
haber perdido inesperadamente a su familia.” Actos como este son lo único de
lo que ha carecido tu vida. Pero eres un hombre recto, al que ninguna vicisitud
podría ponerlo de rodillas. Te sientes cansado, decides irte a acostar. Sueñas
con el sol de medio día, candente; un camino vacío, arenoso; una tienda de
armas; con tu camino de vuelta a casa, no con las manos vacías. Despiertas algo
abrumado. Por lo general sólo sueñas con el pasado. Inexplicablemente, sientes
una oscura y sombría mano que te vuelve a atrapar en el manto del sueño. Estás
en tu habitación, miras por la ventana, haces que los rayos de luz reboten sobre
tu nueva arma. Miras tu munición, seis balas, todas a tu disposición. Vuelves a
despertar. Hace calor. Escuchas la televisión que dejaste prendida en la sala,
nada interesante. El desconocimiento te llama, te vuelves a dormir. Te desplazas
rápidamente, saliendo de tu hogar tan a prisa, que olvidas cerrar las ventanas,
dejarle comida al perro y ponerle doble llave a la puerta. Bajas la cabeza, sientes
como si cada persona que pasa a tu lado te mirara. Pero te mueves rápido, no
titubeas. Abres tus ojos. Te sientes abrumado, sudoroso, espantado. Intentas
huir de tu cama. Pero esta te persigue. Te topas con una pared. No tienes dónde
huir. Las sábanas, colchas y sobrecamas se enrollan sobre ti como anaconda,
llevándote de nuevo a ese onírico lugar. Te paras frente a un gran edificio, lleno
de ventanas y balcones. Subes las escaleras. Cada vez que te topas con alguien,
empuñas tu revolver, cierras los ojos, y cuentas: “uno”, “dos”, “tres”. Abres una
puerta. Lo que ves te estremece tanto que de tu arma resuena un cuarto
estruendo. Te acercas rápidamente. Ves dos personas sobre un sofá, con un
televisor prendido y febril confusión. Tu ira hace que apuntes hacia adelante y tu
cuenta suba a cinco. Te quedas mirando, inmóvil, con ojos diáfanos. El otro grita
y suplica. De repente, sientes metal caliente en tu sien. Es tu arma. Miras el
recién impactado cuerpo, miras el televisor y cuentas: “seis”.

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